El miércoles 5 de mayo, bien de noche, una Cámara en lo Penal de La Matanza, el distrito más poblado del GBA, absolvió de culpa y cargo a cinco policías de la Bonaerense, conocida en la jerga popular como La Maldita, acusados de torturar y matar el año pasado a Gastón Duffau, un empleado divorciado de 35 años.
Los hechos crudos, reconstruídos oralmente a través de testimonios, dicen que Gastón, el sábado 23 de febrero del año pasado, estaba divorciado, saludó a la tía con la que vivía a eso de los 21 hs. y fue al MacDonald de Ramos Mejía, donde, repiten, protagonizó un incidente con la custodia del lugar y algunos parroquianos. Todo después de salir del baño con el torso desnudo y hediendo una baranda a varios metros. Los testimonios de algunos civiles presentes insisten que estaba alterado, pero la información hecha pública nunca abundó en detalles esclarecedores, aunque persistan en medio cuerpo desnudo, todo sucio y sin zapatillas, maloliente, que le manoteó las papas fritas y una gaseosa a un parroquiano y que por eso un custodio particular trató de inmovilizarlo. Los testimonios civiles corean que estaba sacado, un término muy en boga, que en la jerga puede ser sinónimo de estar bajo los efectos de una ingesta de cualquier tipo, ya sea o no alcohólica, aunque después lo disparatado de la crónica de los MCM (Medios de Confusión Masiva) hayan querido decir que estaba brotado, más acorde con algunos antecedentes esquizoides del joven.
Alguien pidió la intervención policial y a partir de aquí, si los hechos no estaban claros, se vuelven más que confusos. Se trastocan en mortales. Hace algunos años, no muchos en un país donde el tiempo es una calesita, Marcos Caruso escribió en La Nación que los socorridos hechos caratulados como confusos por la autoridad en su gran mayoría tienen a la autoridad implicada, cuando no directamente involucrada y autora de lo que después se imputa deletéreamente, acusando sombras y bultos que se menean.
Los pocos testimonios hablan que el que resultará víctima fatal fue reducido por personal policial, se le puso doble juego de esposas, no sin antes descargarle algún que otro bastonazo en las manos agarrotadas, y cargado en la parte trasera de la camioneta oficial. Los últimos lo vieron alejarse de pie, el torso siempre desnudo, sin golpes, pero sucio y hediendo como la jaula de un oso en un circo de mala muerte, aparentemente balbuceando incoherencias acerca de teléfonos celulares, luchas contra Dios y el Diablo, y que lo iban a matar. A partir de aquí entran a correr no sólo las circunstancias fundamentales, sino solamente los testimonios uniformados. Una vez arribado a la puerta de la dependencia policial de Ramos Mejía, no se sabe en qué estado, como no se quiso bajar y seguía descompuesto, lo llevaron a un establecimiento sanitario estatal de Haedo. Allí arribó cadáver. La criminología argentina debería incluir la participación de todos los cuerpos forenses, en todas sus especialidades. La primera autopsia, muy suelta de cuerpo, aseguró que el motivo de la muerte del muchacho, se debía a politraumatismos que había sufrido en un accidente común de tránsito unos tres días atrás. ¿Grado de alcohol en sangre? ¿Alguna otra ingesta? Vaya uno a saber. Son exámenes forenses gratis y la chusma no necesita de esta minucia de datos sólo para entendidos. Además la firma es inteligible y tiene malamente retocada la fecha del 19 de enero al 23 de febrero. Se ve que algún formulario de otro croto que sobró y dicidieron aprovecharla.
La familia puso el grito en el cielo. La multitud de familias flageladas últimamente en hechos parecidos ponen el grito en cielo, hacen marchitas con velas a la hora de los noticieros televisivos de la noche, y sanseacabó. Pero están los que por uno u otro motivo tienen voz, no tanta quizá para que los escuchen desde el cielo, pero sí desde alguna nube. La contraofensiva judicial, a cargo de hermanos abogados, dio por tierra con la fiscalía, también con el jefe policial a cargo de la zona esa noche y consiguió una nueva autopsia. Casi milagrosamente, la médica que intervino encontró alrededor de 90 golpes que no databan de la fecha del accidente de tránsito y que estaban parejamente diseminados por el cuerpo y, por sobre todo, el hígado reventado, marcas de pisotones en los pies, los dos ojos amoratados y que el motivo de la muerte había sido asfixia traumática. Le habían dado para que tuviera.
Se trataba, en el feudo de la provincia de Buenos Aires, de dos cuerpos. Dos hechos. Dos anatomías. Dos medicinas. Otra vez, siempre, dos Argentinas.
Seis jóvenes oficiales del llamado servicio de calle de Ramos Mejía fueron detenidos con prisión preventiva con la carátula poco auspiciosa de Duffau, Gastón/Torturas seguida de muerte. No hay que ser abogado, mucho menos penalista, para encontrar que el agujero negro de la causa estaba en el viaje en camioneta hasta la comisaría primero y hasta el hospital después, donde llega sin vida. En todo ese tiempo y trayecto no hubo miradas indiscretas ni testimonios incriminatorios. Sólo lo que los leguleyos llaman una cadenas de indicios graves, precisos y concordantes que pueden llegar a constituir una prueba. Y algo que prolijamente la normativa vigente no toma en cuenta: la criminal historia vigente, multiplicada hasta el grado del industrialismo en los últimos treinta años, junto con el Delito Organizado.
Si algo tuvo el caso, desde un primer momento, es que las llamadas Madres del Dolor, una especie de sucursal o de brote lateral de las otras Madres por que a los hijos se los dieron de baja normalmente con excesos policiales más que confusos, se adhirieron de inmediato a la causa, sin cortapisas, y acusaron sin temor ni eufemismos por las salidas de cauce verbal que no tienen sinonimias para decir la verdad y posibles represalias judiciales. Los deudos tuvieron que soportar todo tipo de amenazas prácticamente desde que enterraron el cadáver, mucho más cuando separaron a la fiscalía, jefes policiales y se consiguió una nueva autopsia. Hasta ayer los detalles fueron aberrantes, revulsivos, obscenamente a la vista. A los pocos familiares de Gastón que dejaron entrar al recinto atestado de efectivos policiales armados hasta los dientes, que preanunciaban un in dubio pro reo cantado, a todos les fueron secuestrados los celulares para aislarlos del exterior y no se los devolvieron, los sobajearon verbalmente y los relajados y triunfantes rostros policiales de servicio ponían la rúbrica a lo que era un triunfo. Del otro lado, fue un partido de fútbol. No hubo controles y sí banderas, papelitos, pitos y faltaron bombas de estruendo para completar el folclore imperante en las tribunas de las canchas. No es exagerado: en un país hiperfutbolizado todo es un partido. Sólo que los griegos, en el Templo de Zeus, el friso que ilustra a lo deportivo tiene una imagen de la porfía agonística, el que sigue es de la belleza y el tercero es de la justicia. En otros términos, para deportivamente conseguir un resultado auspicioso se lo debe hacer de manera ética, bella y justa. Exactamente lo contrario de lo que constantemente suele ocurrir en el país.
Se carecen de datos más o menos precisos de cuántos de estos hechos, incluso el fallo judicial, se han producido desde el 10 de diciembre de 1983 a la fecha, para tomar una fecha arbitraria. Coincidentemente, el mismo día el CELS, uno de los principales organismos de derechos humanos surgidos durante los años de la Industria de la Muerte, publicó el último informe anual y el balance sigue en descenso, deja mucho que desear. Lamentablente, aunque pueda sonar cínico, lo de Gastón Duffau ha pasado a ser automáticamente estadística. E imprecisa, como si fuera poco.
Para un país que se dice religioso, por lo menos como figura en los censos oficiales, el alma de Gastón ha partido si no al Cielo a alguna nubecita y, como dicen las viejas, debe haber presenciado las jornadas del juzgamiento de los que se lo llevaron aparentemente sacado, convulso, hediondo, sí, pero vivo y lo entregaron flamante cadáver. Veinte, treinta minutos, entre un extremo y otro, cuando mucho. Si son ciertas esas creencias no debe haber estado solo. Junto a él, el comisario mayor Carlos Alberto Duffau, en los '80 fue jefe de la misma comisaría donde a su hijo Gastón lo llevarían hasta la puerta y después, raudamente, dado lo grave de la situación, al nosocomio donde arribó molido a palos, asfixiado, sin vida. En la década siguiente Carlos Alberto llegó a jefe de la distrital de todo el populoso partido de La Matanza. El dichoso olfato de sabueso, por más que los leguleyos embarren la cancha, le tiene que haber dejado saber desde el principio mismo todo lo que había pasado por su hijo y la impotencia de no poder actuar porque estaba igualmente fallecido, pero desde 1998.
Como a las gordas, que siempre se les escapa un rollito debajo del corsé, en realidad en marzo del año pasado fueron seis (6) los efectivos de La Maldita detenidos acusados del aberrante asesinato. Como también se viene repitiendo bastante a menudo desde siempre, uno flaqueó o vaya a saber qué le sucedió lo que sospechan todos en silencio, pero no llegó a lo estrados: en abril 2008 se ahorcó en el calabozo con una imprudente sábana de su camastro. Aunque no junto a los Duffau, por cierto, desde algún lugar de arriba, al tenor de los creencias populares generalizadas, ayer se debe haber arrepentido un poquito de la angustia y quizá desesperación que lo llevó a tan drástica determinación y no poderse adherir a los sinceros y emocionantes festejos de sus camaradas, familiares y amigos de todo tipo.
Es más que sabido que en la Argentina, aunque lenta y tardía, la justicia siempre llega. Los culpables podrán andar sueltos, pero queda siempre el premio consuelo de la televisión, si es que se pueden desenredar los galimatías que no siempre tan candorosamente arman para que no se distinga nada de nada.